
La primera vez que llegamos al instituto, con nuestro tablero nuevo y oliendo a madera recién barnizada, nos sentimos felices.
Nos descargaron unos hombres muy amables y nos colocaron en filas en una clase.
No estábamos muy seguras de qué hacíamos allí, pero pronto lo averiguamos. Pasó una larga noche. Acabábamos de despertarnos cuando oímos griteríos y risas. Nos asustamos un poco. La puerta se abrió y comenzaron a entrar un gran número de chicos y chicas.
Enseguida se nos contagió su alegría. Yo me preguntaba quién sería mi dueño, cuando llegó un señor que ordenó a los alumnos que se sentaran. Un chico con aspecto descuidado, soltó un montón de libros sobre mi tablero. ¡Por fin había comenzado mi trabajo!.
Mientras el profesor hablaba, sentí como si me arañaran.
Era ese chico que estaba haciendo pintadas sobre mi tablero nuevo. Sentí unos terribles deseos de vengarme.
Sonó la sirena y, de repente, todos se levantaron. Aproveché la ocasión y, al ponerse de pié, le puse la zancadilla. Se dio contra el suelo. Se levantó, y con cara extrañada salió de la clase.
A la media hora, regresaron todos. El chico tenía algo en la boca y masticaba sin parar. Hasta que llegó el profesor. Entonces se sacó de la boca algo pegajoso y metiendo la mano en la cajonera lo pegó debajo de mi tablero nuevo.
¡Mi paciencia había llegado a su límite! Cerré con fuerza la cajonera contra el tablero y se le quedó atascada la mano. Gritó y me compadecí de él. Como se dio cuenta de que yo respondía a sus ataques dejó de maltratarme.
Desde entonces, cada vez que alguno de sus compañeros molesta a una mesa, él les llama la atención.
M.H., 2ºC

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